21 octubre 2009

The picture is mine

No me importaba el océano. Ni el recuerdo. No me importaba ni siquiera tu nombre. O tal vez sí: me importaba tu nombre pero más me importaron tus nombres posibles, tus promesas y desencuentros, tu curiosa ternura. Me importaba esa sensación dulce de la distancia. Nuestra lejanía era infinita pero era nuestra. Nuestros códigos, nuestros pensamientos, nuestra soledad. Nuestra soledad fue la que un día comenzó a balbucear oraciones deseosas de encuentro. Fue ella la que nos invitaba copas de escritura.

Me importaba también ese breve instante en que dos pueden juntarse y pueden mirarse sin importar ni un poco todos los océanos de por medio.

Me importaba que me encontraras.

No me importaba que fueras otra.

Tus ojos no están nunca pero creo ya haberte conocido la mirada. Hay en ella un extraño equilibrio de nostalgia y cariño, de altivez y amistad. Un enigma (planteado siempre como ficción orgánica). Una ecuación (en la que la suma de todas las sospechas entrega un resultado microcósmico).

Tus ojos no están pero sí está el orden de tus palabras y ese posible sentido que se deja ver tras de ellas como el pequeño hilo de un suéter que al jalarlo todo regresa a su forma original de bola de estambre, figura que es en sí una promesa, con todas esas posibilidades de creación que se pueden realizar dependiendo de la sagacidad del tejedor. Así pasa contigo: te develas promesa y depende de mí novelarte de la mejor manera posible. A veces lo hago y no te lo digo. Otras lo dejo en claro sin importarme qué se pueda pensar allá del otro lado, esa tierra donde anochece cada que aquí cae la canícula.

A plomo.

Has de saber que aquí pega el sol de forma hostil a ciertas horas del día, no importando que media hora después caiga un chubasco.

Y no, esto no es Edimburgo o Lisboa, aquí el clima siempre había sido estable hasta hace algunos años, antes de conocerte, antes de que todo cambiara y de pronto al mismo tiempo comenzaran a convivir cuatro climas diferentes en una misma entidad política.

Es que todo cambia, me dijiste una vez a la salida de un café. Caminábamos y veíamos unas golondrinas volar de la plaza a un madroño y de nuevo al centro de la plaza y yo me acordé de un poema que escribí hace años en el que hablaba de palomas. Veíamos algunas parejas de ancianos abrazarse, también había niños correteando pompas de jabón. No sabíamos si era Coyoacán o Almenara pero tú y yo íbamos platicando sobre el tiempo y el movimiento. Veíamos pasar las nubes y aún no era el otoño. Te daba metáforas malísimas que llegaban a funcionar. Tú me hablabas con nombres sudamericanos que nunca conocí. Al llegar a la Avenida de la Paz dimos vuelta a la derecha para ir por unos helados.